DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD INFANTIL: EL PAPEL DE LA EDUCACIÓN INFANTIL

EN EL DESARROLLO DE LA PERSONALIDAD EN LA INFANCIA

Al nacer, los niños se insertan inmediatamente en las relaciones sociales: todas sus necesidades son satisfechas por un adulto, que se convierte en el centro de atención del bebé. El afecto, la atención y la conversación constante con los niños crea en ellos una necesidad socialmente mediada: la necesidad de nuevas impresiones (Bozhovich, 1981), es decir, la necesidad de ver más, de oír más, de tocar más y de ser tocado más. Es importante recordar que, en los bebés, las estructuras visuales y auditivas aún no se han desarrollado completamente. El enriquecimiento de las impresiones visuales y auditivas contribuye a la evolución orgánica de los sentidos de forma satisfactoria. Por esta razón, cuanto más ricas sean las experiencias de un niño con un adulto -que se convierte en el mediador de los primeros contactos sensoriales del bebé con el mundo que le rodea-, más positivo será el desarrollo físico y emocional de este niño en el primer período de su vida.

La formación psicológica central en el primer año de vida es la percepción. Permite la apropiación sensorial del mundo en un proceso comunicativo y emocional directo con el adulto. ¿Qué significa esto? En este primer período del desarrollo psíquico, la actividad principal -la que promueve un mayor desarrollo de las capacidades intelectuales y prácticas y de la personalidad del niño en este momento (Leontiev, 2010)- es la comunicación emocional que el bebé establece con las personas de su entorno (Elkonin, 1987). Por eso, aunque en los primeros meses de vida los bebés aún no son capaces de expresarse mediante el habla convencional, sí pueden comunicarse con las personas de su entorno. Por ello, utilizan otros lenguajes, como el llanto, la sonrisa, los movimientos de lanzar los brazos y el cuerpo hacia el adulto y los objetos que desean, cerrar las manos como si quisieran coger algo que no pueden alcanzar, etc. Es importante observar que todas estas conductas del bebé tienen una naturaleza afectiva, es decir, se producen porque las personas que le rodean y los objetos que se le presentan le provocan emociones, como la alegría de alcanzarlos o el placer del contacto físico con el adulto, creando una necesidad de nuevas impresiones.

Así, hablar a los niños, mostrarles objetos y personas, abrazarlos, tocarlos con amabilidad son todas formas de comunicación mediadas afectivamente que sofistican la percepción y promueven el desarrollo funcional del cerebro, a través del enriquecimiento de las impresiones sobre el mundo y las personas, y de la posibilidad que tienen los bebés de ejecutar sus primeras formas de generalización: la generalización sensorial. Basta con recordar la unidad motriz-sensorial que caracteriza el primer año de vida. La percepción se produce a medida que el bebé opera con los objetos de su entorno, en constante interacción con el adulto. Conviene recordar que es esta misma interacción la principal motivadora del desarrollo intelectual y afectivo del bebé. Así, al saber hasta qué punto un trabajo educativo sistematizado e intencional puede impulsar el desarrollo de los niños desde muy temprana edad, podemos captar la importancia que tiene, en la Educación Infantil, desde la guardería, que los niños sean atendidos y educados por maestros (Brasil, 2009a, 2009b).

La actividad junto a un adulto genera una nueva necesidad que es mediada culturalmente y origina un nuevo momento en el desarrollo psíquico del niño: el momento de la manipulación de objetos (Elkonin, 1987), que se extiende a lo largo de un período de uno a tres años de edad, aproximadamente.

Durante la manipulación de objetos, la memoria se convierte, en un primer momento, en la función desarrollada como línea principal, subordinando las demás formaciones psíquicas. Los niños muy pequeños ya no se someten a los estímulos presentes en su campo perceptivo. Si hace poco tiempo un adulto podía distraerlos, poniendo ante ellos diferentes objetos atractivos por sí mismos, ahora, con la evolución de la memoria, los niños ya muestran su condición de sujetos. Ya no quieren el objeto. Quieren un objeto determinado que recuerdan y que motiva su comportamiento. Hay, por primera vez, una clara evidencia de su personalidad en desarrollo. Se definen entonces las representaciones motivadoras (Bozhovich, 1987), que atestiguan la presencia de un nuevo nivel de pensamiento: si antes el bebé pensaba sólo mediante acciones, ahora también lo hace a través de imágenes. Así, cuanto más hable el profesor con los bebés sobre los objetos que manipulan y reconocen -que deben ser variados y atractivos-, más estará contribuyendo a incrementar su pensamiento.

En este periodo, la percepción de los niños se vuelve cada vez más semántica, es decir, ya son capaces de comprender el mundo que les rodea de forma más integrada. Los niños muy pequeños comienzan a percibirse a sí mismos como sujetos de las acciones que realizan, y esto supone un progreso central para el desarrollo de su personalidad. De este modo, aunque el adulto siga siendo el motivador central del comportamiento del niño, éste, en este momento, adopta una nueva posición: de socio en las acciones ejecutadas con los objetos sociales. Los niños los manipulan, apropiándose de sus características físicas y, simultáneamente, percibiendo sus propias posibilidades como sujetos que realizan acciones con estos objetos. Por eso es tan frecuente que repitan una y otra vez las mismas acciones: abrir y cerrar la puerta; tirar y recoger un objeto del suelo; empujar y tirar… Están implicados en un complejo proceso de percepción sobre las cosas y de autopercepción, mediado por la presencia de un adulto, primero como colaborador y luego como modelo de acciones. Es importante considerar que en este momento los niños se hacen pasar por el adulto. Entonces, sucede lo que Vigotski (1932/2013b) llama un «casi juego» (p. 359). Si, aparentemente, la actividad que realizan es una actividad imaginaria, los niños, en realidad, no crean una situación ficticia, lo que es propio del juego de rol. Todavía no son capaces de representar un papel de forma simbólica. Por esta razón, una niña pequeña acuna a su muñeca, pero todavía la ve como una muñeca, mientras que para una niña mayor que participa en el juego de rol, la muñeca sería, en una situación imaginaria, la hija, y ella, la madre. Podemos decir que los niños imitan externamente las acciones del adulto sin ponerse en su lugar.

Incluso antes de los tres años se define en los niños la primera forma de autoconciencia: la afectiva. Aunque no sepan conscientemente que son alguien diferente del adulto, y aunque no se perciban a sí mismos como personas y no hayan desarrollado aún plenamente su identidad, los niños ya tienen una voluntad propia, que a menudo se opone a la del adulto, lo que demuestra que su personalidad está a punto de pasar por una transformación completa.

Durante el período en que la actividad principal es la manipulación de objetos, los niños desarrollan una capacidad fundamental, que marcará una nueva etapa en sus procesos de pensamiento: el lenguaje oral. Es cuando buscan ampliar sus posibilidades comunicativas ampliando deliberadamente su vocabulario. Quiere conocer los nombres de los objetos, como si los primeros fueran propiedades de los segundos. El enriquecimiento del lenguaje oral promueve nuevos niveles de generalización que comienzan a mediar en las acciones de los niños. Es interesante observar que, incluso sin dominar las estructuras del lenguaje en su totalidad, un niño puede comunicarse muy bien creando expresiones, palabras y frases que permiten a los demás comprenderle, aunque su pensamiento sea radicalmente diferente al de un adulto. En este sentido, adultos y niños comparten palabras, que ayudan a los pequeños a asimilar un vocabulario cada vez más rico y un pensamiento progresivamente menos situacional, aunque los significados de esas mismas palabras sufren un proceso de evolución y tienen características propias (Vygotski, 1934/2001).

Así, el lenguaje oral permite a los niños hacer generalizaciones más complejas y pensar en objetos y relaciones que no están presentes en su campo perceptivo. Este enriquecimiento conlleva la consolidación de una nueva forma de pensamiento: el pensamiento verbal. Por ello, hablar con los niños es una acción fundamental. Prestar atención a lo que dicen y dialogar con ellos sobre los hechos y los objetos son actitudes que movilizan un desarrollo cada vez más amplio del lenguaje y del pensamiento.

Vigotski (1935/2010) nos ayuda a reflexionar sobre una cuestión esencial para la comprensión del desarrollo de la personalidad del niño: en cada momento de la vida, y según las posibilidades ya alcanzadas en su desarrollo, los niños son capaces de comprender los hechos y las situaciones que les rodean y de relacionarse con ellos, emocional y cognitivamente, de una forma completamente nueva. Así, el desarrollo del pensamiento verbal adquiere una importancia fundamental en la formación de la personalidad. El autor afirma que los recuerdos más antiguos sobre nuestra primera infancia se originan en el momento en que el lenguaje y el pensamiento dejan de ser procesos independientes, constituyendo, ahora, un único proceso, mediado por los significados de las palabras -que comienzan a ser el sustrato tanto de la forma en que pensamos el mundo como de la forma en que expresamos nuestra comprensión del mismo (Vygotski, 1931/2013a).

En este sentido, si antes el niño pequeño tenía una comprensión de los hechos, de las personas y de las relaciones que se limitaba a lo que veía y presenciaba inmediatamente, sin que se establecieran relaciones más complejas, ahora, con el pensamiento verbal, puede crear nuevas y más sofisticadas relaciones, a través de las palabras que representan objetos, hechos, personas (Mello, 2010). Esto lleva a los niños a, poco a poco, deshacerse del efecto coercitivo que los objetos tenían sobre ellos y a comenzar a actuar de acuerdo con planes y motivos expresados por medio del lenguaje oral, que representa la forma verbal del pensamiento. Llegan a ser capaces de pensar, y de emocionarse, y de motivar su conducta por medio de la palabra, lo que representa una intensa sofisticación de sus posibilidades de relacionarse y comprender el mundo en el que viven.

Alrededor de los tres años, se inicia un nuevo momento en el desarrollo de la personalidad del niño que durará hasta los seis años, aproximadamente: el momento de los juegos y las actividades lúdicas (Bissoli, 2005).

En este período, los niños pasan por una completa transformación de su personalidad, quedando marcados por una nueva formación central: el descubrimiento de sí mismos como sujetos, la formación de su propia identidad o, en palabras de Bozhovich (1987, p. 261), del «sistema del yo». Si hace poco tiempo, los niños no pensaban en ser personas independientes de un adulto, ahora se produce este cambio. Empiezan a referirse a sí mismos con el pronombre «yo» y a intentar marcar su posibilidad de realizar actividades sin la ayuda de quienes les cuidan. Quieren vestirse solos, bañarse solos y comer solos; se oponen al adulto que quiera controlar sus acciones. La concienciación de los padres y profesores sobre la importancia de este momento crítico, que representa un giro en el desarrollo del niño, es fundamental para prevenir las crisis (Vygotski, 1932/2013b) que se producen cuando existe una profunda brecha entre lo que el niño ya es capaz de hacer y lo que efectivamente le permite el adulto. En este contexto, si dejar que los niños resuelvan todo por sí mismos no es una posibilidad, los adultos pueden presentar opciones para que los primeros elijan. Lo importante es que los niños adopten una nueva posición en las relaciones, que dejen de ser tratados como bebés y que ejerzan, en la medida de lo posible, su autonomía. Así, si las condiciones de vida y educación han incidido en su condición de sujetos en desarrollo que tienen una voz y un lugar en el mundo, esta autonomía resulta de las experiencias previas de los niños, en las que desarrollaron el habla, la marcha, la memoria, las percepciones en general y la percepción sobre sí mismos. Cabe recordar que su relación con el entorno ha cambiado proporcionalmente al desarrollo de sus capacidades. Son capaces de comprender los hechos y a sí mismos de una manera totalmente nueva, y, en estas condiciones, el adulto desempeña el papel esencial de prevenir las crisis, permitiendo a los niños asumir nuevos roles en las relaciones con las personas (Leontiev, 2010).

Los juegos de rol o de simulación constituyen la actividad principal en este momento del desarrollo (Elkonin, 1987,2009) iniciado alrededor de los tres años de edad. El niño, que ya acostumbraba a imitar las acciones del adulto desde el periodo anterior, reconoce ahora que dichas acciones tienen una función social. El deseo de realizar las mismas actividades que los adultos y la incapacidad de hacerlo, unido al desarrollo alcanzado hasta el momento, condicionan la aparición del juego de simulación. ¿Cómo es su desarrollo en ese momento? Podemos decir que, con una adecuada organización de la vida del niño y con las experiencias vividas en los tres primeros años de vida, el niño habrá formado o estará a punto de formar la percepción semántica sobre el mundo, que le permite comprender la realidad de forma integrada; la memoria desarrollada; el pensamiento verbalizado; el lenguaje intelectualizado; la atención cada vez más concentrada que hace cesar sus reacciones a todos y cada uno de los estímulos presentes en su campo perceptivo; posibilidad de realizar acciones con objetivos indirectos; representación simbólica, que permite el uso de objetos sustitutivos para representar objetos reales; conciencia, primero afectiva y cada vez más racional de sí mismo como persona que, además de realizar acciones, participa en las relaciones como «yo social» (Bozhovich, 1987, p. 264); subordinación de los motivos, que permite al niño jerarquizar sus acciones y actuar de acuerdo con dicha jerarquización; establecimiento de instancias éticas internas (Vygotski, 1932/2013b), que permite al niño diferenciar el deseo del deber y, en el juego, actuar de acuerdo con las reglas, apropiándose de las normas y valores sociales. Con todo este desarrollo, que es cognitivo y afectivo, de manera integrada, (Gomes, 2008), ahora, al jugar, los niños imitan los roles sociales de los adultos que pudieron observar en sus experiencias de la vida real. Representan simbólicamente las actividades realizadas por ellos, los adultos, desarrollando progresivamente sus propias formas de comprensión del mundo, de las personas y de sí mismos.

Es importante destacar que el juego de roles no se desarrolla de forma espontánea (Vigotski, 2007; Mukhina, 1996; Martins, 2006), también está mediado socialmente: los temas de los juegos de los niños son los que están presentes en su vida cotidiana y que pueden ser observados. De ahí la importancia del adulto en el enriquecimiento de las experiencias de los niños. Cuando los adultos leen cuentos a diario, cuando fomentan la observación de los roles sociales del entorno, cuando enriquecen las experiencias de los niños con el conocimiento del mundo y de las personas, la posibilidad de jugar a los juegos de rol se hace mucho más amplia y evolutiva.

Por otro lado, hay que recordar algo: aunque tengan una importancia esencial, los juegos de rol no son los únicos responsables del desarrollo de todos los aprendizajes importantes de los niños en la Educación Infantil. Su participación en otras actividades que desarrollan su capacidad expresiva y su conocimiento del mundo, de las personas y de los objetos sociales tiene un papel fundamental. El dibujo, la oralidad, los movimientos que promueven la conciencia corporal, la pintura, el moldeado, los conocimientos matemáticos, la música, la escritura y la lectura también tienen una gran importancia en la formación de las capacidades intelectuales, prácticas y artísticas y en el desarrollo de la personalidad. De ahí la necesidad que tienen los niños de involucrarse en actividades diversificadas y significativas que inciten su curiosidad y los afecten positivamente y, en este sentido, los conduzcan a objetos culturales apropiados, desarrollando sus funciones psíquicas superiores. En este contexto, la labor del maestro como persona que, al proponer situaciones que permitan aumentar las necesidades de los niños de conocer y expresar diversificar y enriquecer sus actividades, se vuelve esencial para el desarrollo de la personalidad de los niños (Zaporóshetz, 1987).

El momento de los juegos y las actividades lúdicas crea las bases para un nuevo período en el desarrollo de la personalidad: el momento educativo. Al imitar los roles sociales de los adultos, los niños se dan cuenta progresivamente de que no dominan los conocimientos de éstos, que tanto les interesan. Los adultos (y los niños mayores) saben muchas cosas que los niños pequeños quieren aprender. En nuestra sociedad, el lugar privilegiado para aprender estos conocimientos es la escuela, y los niños y niñas lo saben desde muy pronto. Desean ocupar nuevos espacios en las relaciones sociales, una nueva situación de desarrollo en la que ya no se sientan tan alejados de los adultos, sino que sean valorados por ellos. Están por llegar nuevas transformaciones en la personalidad: formas de pensar cada vez más abstractas y la formación de conceptos que de ello se deriva; una mayor capacidad argumentativa; una autoconciencia cada vez más profunda sobre sus propias posibilidades y voluntad; la posibilidad de actuar con objetivos formulados de antemano. Todas estas nuevas capacidades y rasgos de personalidad harán más compleja la conciencia del niño en el momento de la educación (Bozhovich, 1981, 1987; Elkonin, 1987).

El papel de los profesores es vital en este proceso. Estos profesionales tienen una función indiscutible en el pleno desarrollo de los niños. Reflexionemos sobre ello.

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